Hace un par de meses, el pasado mes de noviembre, los ojos de muchos internautas se quedaron pegados como lapas a un anuncio que no parecía revestido de mensaje comercial alguno.
El spot, rebosante de onírica laxitud en sus imágenes, estaba protagonizado por una preadolescente pelirroja que viajaba a Francia (para protagonizar un intercambio de idiomas) y trababa amistad con otra joven.
Con su nueva amiga del alma la heroína del anuncio comparte cintas de música, helados, juegos en un columpio y siestas en la parte trasera de un vehículo.
Huérfano de diálogos, el spot está impregnado, eso sí, de los acordes del mítico tema noventero “Wonderwall” de Oasis (la acción transcurre, al fin y al cabo, en los 90).
Pasa el tiempo y lo que comenzó como una amistad se troca en un incipiente amor adolescente que las protagonistas sellan con un beso bajo la lluvia.
El padre de la heroína no aprueba, sin embargo, el romance y pasan unos cuantos años hasta que las dos protagonistas (ya adultas y hasta con progenie) pueden volverse a fundir en un beso.
Cuando quedan apenas cinco segundos para que concluya el anuncio aparece sobreimpresionada en pantalla la siguiente frase: “The all-new Renault Clio”. El espectador es entonces consciente de que lo que lo que acaban de contemplan sus ojos no es hermoso cortometraje (que podría serlo) sino un spot de Renault.
La historia de la publicidad está lastrada en muchos sentidos por la guerra sin cuartel entre publicitarios avispadísimos y audiencias aún más avispadas que invariablemente descubren las sibilinas técnicas de manipulación que hay solapadas a las estrategias de la publicidad (y que cambian de manera constante).
Spots como el de Renault (en el que el producto anunciado aparece solamente de pasada y de manera extraordinariamente sutil) no son exactamente nuevos, pero encajan particularmente bien en el ecosistema 2.0 que tantísimo tiempo roba al consumidor en los tiempos que corren, explica Jonah Weiner en un artículo para The New York Times.
La publicidad que no parece publicidad, ¿el colmo de la inutilidad?
El anuncio de Renault, que conmemora el 30º aniversario de uno de los modelos más icónicos de la marca francesa (el Clio), acumula más de 3 millones de visualizaciones en YouTube y es un ejemplo paradigmático del denominado “capitalismo arcoíris”, aquel que utiliza en su propio beneficio (para vender más) las fortísimas emociones emanadas de las historias hilvanadas en torno a la comunidad LGBT.
Sin embargo, quizás lo más destacable de muchos de los anuncios virales que desfilan frente a nuestras retinas en internet es que su factura nada tiene que ver con la de la publicidad al uso. Hurtando deliberadamente a la audiencia las pistas sobre la verdaderamente naturaleza de lo que se proyecta en la pantalla, al espectador no le queda más remedio que contemplar hasta el final aquello que, por su carácter diferente, se las ha ingeniado para robar su atención.
Anuncios como el Renault resultan tan atractivos porque hacen suyo el lenguaje del cine “indie” y de la televisión contemporánea (en su vertiente más prestigiosa) y su narrativa se disfraza de algo por lo que pagaríamos de buena gana (hasta que nos damos cuenta de que estamos frente a aquello de lo que nuestro dinero, el que volcamos todos los meses en Netflix y compañía, debería de librarnos).
En este tipo de publicidad la conexión entre narrativa y producto es tan abstracta que es virtualmente no existente. Y nos enfrenta simultáneamente a una paradoja, la de anuncios que, pese a concitar muchísimos clics, son el epítome de lo inútil desde el punto de vista de la eficacia publicitaria. ¿Acaso alguien se plantearía de veras comprar un Clio tras contemplar el anuncio de Renault?, no puede evitar preguntarse Weiner.
Colaboración: www.marketingdirecto.com